Sin categoría
El Palomar y Flybondi: paredes rotas, ruido insoportable y el miedo a tragedia
Los habitantes del área urbana que rodea al aeropuerto donde funciona la primera aerolínea “low cost” de la Argentina reclaman su clausura y el cese de operaciones de la compañía aérea. “Ahí está. ¿Ves lo que te digo?”. Beatriz señala al techo y hace silencio. No se ve pero se escucha. Los perros ladran al avión que sobrevuela la casa pero el ruido es uniforme y suena al unísono: ensordece y vulnera cualquier acción simultánea. A dos casas de Beatriz está Yanet. Ella dice que cuando el avión pasa, la televisión no se escucha y cuando está hablando por teléfono, tiene que callarse y esperar. La contaminación sonora es el primer síntoma del “síndrome Flybondi”, el eufemismo que nació para describir el padecimiento de los vecinos del aeropuerto de El Palomar donde opera la primera aerolínea “low cost” de la Argentina.
Luis tiene 85 años y vive hace seis décadas en la misma casa, en el modesto barrio Villa Alemania, en Hurlingham. Está a 15 cuadras del aeropuerto, debajo –o sobre– la ruta de aproximación de los vuelos. Su percepción es una queja que se convirtió en el reclamo casi unánime de los vecinos de la zona más afectada por los efectos del aeropuerto. “El ruido es permanente. Molesta, cómo no va a molestar. A la madrugada, a la noche, todo el día es. Cuando viene el avión pienso que se me va a caer el tanque del agua abajo. Pasan a 200 metros de mi casa y hasta me vibran las ventanas”, relata.
El reclamo ascendió a la categoría de denuncia. El colectivo vecinal Stop Flybondi Oficial inició un amparo en septiembre de 2017 contra la habilitación de vuelos comerciales en la base militar de El Palomar. El fiscal federal Jorge Di Lello se expidió el lunes 30 de julio a partir de esta presentación judicial: solicitó al juez Sergio Torres la suspensión de las operaciones del aeropuerto y reiteró el cese de vuelos de la aerolínea Flybondi hasta tanto se constate la seguridad pública de las adyacencias de la terminal aérea.
Las autoridades gubernamentales y de aviación civil respondieron que tanto el aeropuerto como la aerolínea “low cost” cumplen con las regulaciones de seguridad competentes a la homologación de las operaciones aerocomerciales y con la fiscalización de su actividad.
Lucas Marisi es vecino, abogado y promotor de la causa. Exige “que se cumpla la ley, que se clausure el aeropuerto y que opere la aerolínea desde donde corresponda” y critica la convención periodística del caso: “No es el síndrome Flybondi, es el síndrome del aeropuerto trucho”. Desde su visión, no se respetó el procedimiento de evaluación de impacto ambiental que debe habilitar el Ministerio de Ambiente de la Nación y el Organismo Provincial para el Desarrollo Sostenible (OPDS) de la Provincia de Buenos Aires.
El letrado denuncia tres irregularidades en la habilitación del aeropuerto, donde sustenta su amparo, más allá del reclamo social de los habitantes del barrio lindero a la terminal aérea. Relata anomalías en la Ley General del Ambiente –ley número 25.675– que “dice que cuando no existe una declaración de impacto ambiental que autorice determinado emprendimiento o proyecto, la Justicia puede proceder a su clausura”. Apunta que “la Ley de Sitios de Memoria –ley número 26.691– precisa que los recintos que sirvieron como centros clandestinos de detención no pueden ser refaccionados ni cambiado su uso, y que cualquier obra que se quiera hacer tiene que ser autorizada por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación.
Esa acta administrativa que debía ser firmada por el secretario Claudio Avruj no existe”. Y desacredita el documento que invoca el Gobierno para respaldar la autorización del aeropuerto: “En un escrito firmado durante el Onganiato, la dictadura cívico-militar presidida por el general Juan Carlos Onganía que derrocó al gobierno de Arturo Illia, le da categoría de aeródromo militar. Además de haber sido firmado durante un gobierno de facto, el documento carece de firma. Y fue el 13 de diciembre de 1968, hace cincuenta años, donde esto era todo campo, no tiene nada que ver esa realidad con la actual”.
Marisi develó que en la causa adjuntaron un informe del Conicet –”que fue olímpicamente ignorado por los jueces”, adujo– en el que califican al aeropuerto de El Palomar como uno de los peores tres del mundo por su pésima ubicación. Lo calificó como la única terminal aérea capaz de conservar un colegio dentro, recordó que durante la inspección ocular con la jueza del 8 de enero se encontraron con polvorín militar y arsenales de municiones a cincuenta metros de las cabeceras de pistas, y comparó: “En el mundo ya no se habilitan aeropuertos en zonas urbanas. Al contrario, se los cierra. En Alemania, el Tempelhof de Berlín lo cerraron para reemplazarlo por un gran parque público”.
Luis contó que por las noches, en la ruta 201 que está a la vera de la base militar y de las vías del ferrocarril San Martín los faros de iluminación misteriosamente se apagan en el tramo que se ubica paralelo a la pista de aterrizaje. El abogado contó su teoría: “Nos enteramos desde fuentes de la fuerza aérea que como los aviones carecen de ILS (Sistema de Aterrizaje Instrumental, por sus siglas en inglés: una tecnología indispensable en materia de navegación que permite guiar el aterrizaje ante fenómenos de baja visibilidad) existe el peligro de que el piloto se confunda la pista con las luces de la ruta”.
Por eso los riesgos y los pronunciamientos de los vecinos. Yanet adquirió el terreno y edificó su casa hace cuatro años. Hoy teme que el valor de la propiedad se haya depreciado por la cercanía al aeropuerto. “A veces pasan tres o cuatro aviones a la una de la mañana, es una tortura: te tiembla la cama, literal. Es demasiado molesto, demasiado”, repite. Las vibraciones generadas por la proximidad del avión le agrietaron las paredes de la habitación de su hija, de nueve meses. Su temor, sin embargo, es otro: “La casa ya está agrietada. A mí me da miedo que se caiga alguno. Parece que se va a estacionar en mi pieza. No se puede vivir así”.
“Estos días que hubo cancelaciones, fue un placer salir al patio”, festeja desahuciada entre sonrisas nerviosas. “Yo me río pero ya no es gracioso”, se corrige. “La gente que viene a casa se asusta”, describe sin saber que a su vecina Beatriz le pasa lo mismo: “La primera vez que lo escuchamos nos asustamos, no pensábamos que iba a ser tan fuerte el estruendo”. Beatriz señala la rajadura que se dibuja en una de las paredes de su casa: la grieta empezó a construirse en febrero, cuando el aeropuerto recibió la habilitación. La exhibe con preocupación, al igual que un techo descascarado que se desnuda a expensas de las vibraciones de los aviones. Una pared que se destruye en una casa donde resuena la sinfonía de un avión aproximándose, síntomas del “síndrome Flybondi”. “Ahí está. ¿Ves lo que te digo?”.
Comentarios
comentarios