CULTURA

“La casa”, el texto ganador del primer Mundial de Escritura en las redes

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El escritor Santiago Llach lanzó un concurso en el que más de 2.500 narradores de distintas partes del mundo que compitieron vía redes sociales. La ganadora, una platense.

 

BUENOS AIRES (TÉLAM). Para vencer el aislamiento con la palabra y suavizar el impacto de la distancia impuesta por las medidas contra la propagación del coronavirus, más de 1.500 personas se anotaron en el primer Campeonato Mundial de Escritura que comenzó a fines del mes pasado y cuya ganadora se conoció en las últimas horas.

La iniciativa fue lanzada por el escritor Santiago Llach, docente de más de 200 alumnos de talleres de escritura creativa y lectura que, en plena pandemia, se convirtieron a la modalidad virtual.

La ganadora Ivana Soto (La Plata, 1983) estudió periodismo, filosofía y teatro, trabaja como secretaria en el Hospital Rossi y ganó el certamen que convocó a 2.600 escritores de distintas partes del mundo que, durante quince días, escribieron a contrarreloj los 3.000 caracteres diarios y obligatorios para seguir participando.

A continuación se reproduce íntegramente el contenido de La casa, el texto de Ivana Soto que resultó ganador del Mundial de Escritura tras la decisión de un jurado integrado por Leila Guerriero, el escritor chileno Alejandro Zambra, el costarricense Luis Chaves y las trescientas personas que votaron en las redes sociales.

 

La casa

Cuando Marcos y yo éramos novios, él había comprado con sus ahorros y en muchisísimas cuotas un terreno lleno de árboles. Dudaba entre ese y otro, más grande, pero que no tenía ningún árbol. Es un páramo, le decía yo. Cuando esté la casa y aunque plantemos ahora, no tendremos sombra donde echarnos los veranos. Yo quería vivir en una casa que tuviera un árbol en el medio del comedor: si ya hay algunos plantados nos ahorramos la mitad del trabajo, insistía. Vos sos ingeniero, le decía, imagináte hacer una casa acá, con recovecos, esquinas imposibles, espacios subterráneos y un tobogán. Marcos me miró cuando me oyó decir “tobogán”, pero nos queríamos mucho.

Ya lo había pensado: el tobogán terminaría en un sótano. Lo bueno de tener un sótano, decía yo, es que siempre podremos seguir excavando, y hacer la casa más grande, más profunda, hasta el centro de la tierra o hasta que encontremos petróleo, y si encontramos petróleo nos hacemos millonarios y terminamos de pagar las cuotas del terreno. Un sótano no tiene ninguna desventaja, ¿no te parece? Él me abrazaba y me besaba la frente y me decía sí, sí. En el sótano imaginario hay una biblioteca: empotrada en las paredes, tiene una escalera con rueditas que se puede desplazar todo a lo largo y cambiar de altura para llegar al estante donde está el libro que uno quiere leer. Otras veces, dependiendo de mi ánimo, en lugar de la biblioteca hay un salón acustizado. Entonces todos mis amigos vendrán al sótano a tocar la guitarra, o a bailar como poseídos, o a dormir la siesta si quieren, o a esperar el fin del mundo sentados y a oscuras y en silencio.

En el comedor, les dije ya, hay un árbol que se estira hacia arriba y saca sus ramas por el techo. En mi imaginación tengo que resolver el tema de la lluvia, porque pienso que, cuando llueva, el hueco por donde sale la copa del árbol permitirá que el agua entre, y todo lo que haya en el comedor va a mojarse sin remedio, cada vez, especialmente en esta ciudad, que es tan húmeda. Sería una pena que se arruinen mis muebles imaginarios, mis sillones Luis XVI, mi juego de mesa y sillas chippendale. De todas maneras la lluvia es lo de menos porque mi casa imaginaria está en otro lugar: unas veces frente al mar y otras en la montaña, y otras veces en una montaña que da al mar. Y ahí ya Marcos me abrazaba y me recordaba que el terreno no tenía ni de cerca mares o montañas, y yo respondía que mi imaginación era mía y podía imaginarme todo, y que él era un magnífico ingeniero, y que entonces todo saldría bien.

Mi casa imaginaria tiene un jardín imaginario, también. Dependiendo del día, a veces hay un estanque con peces exóticos, de colas transparentes y ojos vidriosos, y otras veces el estanque es más grande, y hay nenúfares aterciopelados flotando entre dos o tres hipopótamos bebés. Una vez, mientras cenábamos, Marcos me comentó como al pasar que había estado pensando mucho y había llegado a la conclusión de que, por más que consiguiéramos hipopótamos, no se iban a quedar bebés para siempre. Le dije que en China los chinos meten a los gatitos recién nacidos en frascos, para que nunca crezcan, y después los sacan, y así quedan gatitos-bebés, y que en una parte de la India o en el Tíbet, creo, no recuerdo bien dónde lo leí, a las manzanas recién brotadas las envuelven en un molde plástico con forma de Buda, y cuando maduran quedan manzanas-Buda, y que además los caniches son la prueba de que los animales son del tamaño que uno prefiera, y que encima (y este argumento me parecía el mejor de todos), los hipopótamos bebés ni siquiera son molestos como los caniches, porque no andan a los ladridos ni hay que sacarlos a pasear adentro de una cartera importada, y ahí fue cuando Marcos me interrumpió y me dijo, tranquilamente, que teníamos que separarnos o por lo menos pensar en que no viviríamos juntos, en esa casa, nunca.

Entonces pensé en el cuarto secreto que tiene mi casa imaginaria, que ni siquiera Marcos sabía que existía, y que yo usaría cada vez que quisiera estar sola o irme a llorar. La puerta es de roble y el piso es alfombrado, suave y calentito como un gatito-bebé de la China. Si mi cuarto secreto imaginario ya existiera, me hubiera ido a llorar ahí en ese mismo instante, pero el departamento que alquilábamos con Marcos era un monoambiente muy modesto, así que ahí, de frente nomás, le lloré sobre los hombros hasta cansarme. Después me acompañó a la cama y me dormí, y esa noche no soñé.

 

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